Este tipo de leyendas que hablan sobre mujeres que fueron emparedadas es relativamente habitual, incluso quedando en el topónimo de lugares como en Modúbar de la Emparedada en Burgos.
Para conocer esta leyenda nos vamos a ir al barrio de San Lorenzo de Sevilla, uno de esos lugares mágicos de la ciudad por donde el tiempo parece haber discurrido más lentamente, por donde el turista no suele transitar y donde la vida transcurre tranquila entre conventos, iglesias y palacetes.
La mayoría de estas historias y leyendas sobre mujeres tenían normalmente un denominador común, el de ser mujeres que cometiendo adulterio y siendo descubiertas por sus maridos, fueron condenadas a morir encerradas vivas tras una pared. Sin embargo, la leyenda de esta mujer emparedada en Sevilla cambia bastante la historia.
Para comenzar nos vamos a trasladar a la actual calle Marqués de la Mina, donde vivía uno de los protagonista de los acontecimientos, Esteban Pérez, maestro albañil de profesión. Esta calle aparece rotulada en el plano de Pablo de Olavide como San Antonio, por el cercano convento de San Antonio de Padua (del cual hoy nos queda solamente la iglesia). Posteriormente se la conoció también como calle Cruces hasta 1845 en que pasaría a llamarse Hernán Cortés, por situar en ella la tradición la casa del conquistador de México. En el año en el que transcurre la leyenda pasó a denominarse Mina, completándose con el título de Marqués de la Mina ya en 1875, por Jaime Guzmán, militar nacido en Sevilla en 1690.
Corría el invierno de 1868 en la ciudad de Sevilla, cuando en una fría medianoche, unos golpes suenan en la puerta del número 4 de la calle Mina. Esteban estaba a punto de meterse en la cama y esos golpes en la puerta le hicieron abrir no precisamente con la mejor de sus caras. Lo primero que vio Esteban fue a un elegante señor, bien vestido, con sombrero y capa de color negro, el cual reclamaba sus servicios como albañil de manera urgente. A Esteban no pareció entusiasmarle mucho la idea de salir a la calle en esa fría noche pero, ante la promesa de ser muy bien recompensado, se vistió, cogió sus herramientas y se dispuso a acompañar al misterioso caballero.
La noche estaba fría y húmeda, una densa niebla inundaba la calle hasta el punto de no dejar ver más allá de unos pocos pasos, algo habitual en el barrio, cercano al cauce del río. Salieron de la casa y comenzaron a caminar hacia la derecha, atravesando la blanca neblina hasta que llegando a la esquina con la calle Santa Clara, el oscuro carruaje que los aguardaba comenzaba a intuirse en medio de la espesura blanquecina, alumbrada por los farolillos de gas que en esos años se acababan de instalar en las calles sevillanas.
Iba Esteban a poner un pie en el pequeño escalón para subir al coche cuando una mano lo agarra fuertemente del brazo, era el misterioso caballero quien lo sujeta y le dice "tengo que vendarle los ojos". Esto no gustó para nada a Esteban, quien hizo ademán de soltarse y volverse a casa, aquello no pintaba nada bien. En esos momentos un revólver lo apuntó y la voz del misterioso señor sonó de nuevo: "No puede saber el lugar de destino, tendrá una buena recompensa por ello. Está en usted elegir entre el oro y el plomo".
Durante más de una hora, el carruaje estuvo recorriendo las calles sevillanas, girando y girando hasta el punto que para Esteban fue imposible imaginar en que punto se encontraban. De pronto el carruaje paró y la misma mano que antes lo agarró de forma amenazante, ahora lo ayudaría a salir del mismo, dar unos pasos en medio del silencio de la noche y entrar en un lugar, bajar una escalera hasta que pararon y le descubrieron los ojos.
Después de más de una hora, los ojos tardaron en acostumbrarse de nuevo a ver de forma nítida. El espacio era oscuro y húmedo, apenas alumbrado por la luz de una vela y frente a él, de nuevo la cara de aquel misterioso caballero, quien le dijo: "detrás de usted hay una hornacina, su misión es levantar una pared delante y todo habrá terminado".
En ese momento Esteban se giró y aterrado vio que dentro de la hornacina había una mujer sentada en una silla, atada y amordazada. A punto estaba el albañil de gritar y salir corriendo cuando de nuevo el revólver lo apunta y la voz repitió aquella frase amenazante: "Puede usted elegir entre el oro y el plomo". No fue la promesa del oro lo que hizo que comenzara a levantar aquella pared sino el miedo a que una bala atravesara su cabeza.
Una vez acabado el trabajo, le vendaron los ojos de nuevo, amenazándolo con la muerte si contaba algo de lo visto, oído o sucedido aquella noche. Comenzaron el largo camino de vuelta, sin conseguir borrar de su mente los ojos de aquella mujer que imploraba piedad y a la que le quedarían pocas horas de vida detrás de aquella pared. Su vida duraría lo que el oxígeno contenido tras aquel muro tardara en agotarse y la mujer acabara por cerrar los ojos y abandonar, callando su historia tras una pared de ladrillo, en un oscuro y húmedo sótano de la ciudad. ¿Cómo iba a poder mirar a su esposa al volver a casa?, ¿cómo podría conciliar el sueño lo que quedaba de noche?, ¿cómo conciliaría el sueño el resto de su vida sabiendo que por una pared que levantaron sus manos, una mujer había dejado de existir y su vida y su historia habían sido calladas para siempre por su culpa?, ¿es posible seguir viviendo con esto? (se decía una y otra vez).
LLegaron al punto de partida, entró en casa y se tumbó en la cama junto a su mujer que dormía placidamente, sin imaginar que desde aquel momento compartiría lecho con un cómplice de asesinato.
Esteban no paraba de dar vueltas en la cama, su respiración era agitada, sudaba a pesar del frío de la noche, en su cabeza aparecían una y otra vez aquellos ojos llorosos que imploraban ayuda. Su mujer, ante la intranquilidad del marido le preguntó: ¿Qué ha pasado?, ¿ocurre algo? El albañil quería contarle lo sucedido a su mujer pero tenía miedo. La señora insistía porque sabía que algo malo había ocurrido. Esteban le confesó todo y aunque al principio se negaba a denunciar los hechos por miedo a que algo malo les pasara, salieron de la cama y corrieron hacia la alcaldía del barrio. Allí les informaron donde vivía el juez de guardia y allá que fueron sin perder un minuto de tiempo. El juez le tomó declaración pero dadas las circunstancias, la tarea de encontrar a aquella mujer no parecía nada fácil. El juez le preguntó al albañil qué dimensiones tenía el hueco donde había quedado emparedada la mujer, Esteban le describió el espacio y el juez calculó que aquella señora tendría aire para no más de cuatro horas.
El juez comenzó a hacer algunas preguntas a Esteban: ¿No sería capaz de recordar el camino que hicieron hasta llegar al lugar? No señor, respondió el albañil. ¿Recuerda algo que pueda valernos para ubicar el sitio?, ¿sabe si cruzaron el río?, ¿identificó algún ruído?, ¿algún sonido que recuerde? Estebán dijo que recordaba como bajaron una escalera al entrar al lugar y que por la humedad debería ser un sótano. En ese momento otro recuerdo vino a su mente: "durante el tiempo que estuvimos en aquel sótano, una campana muy cercana sonó en varias ocasiones, dando los cuartos". Eso puede servirnos de ayuda, síganme dijo el juez.
Salieron a la calle y fueron a buscar al maestro relojero y este les dio la pista definitiva: "la única iglesia con reloj que marcaba los cuartos en Sevilla era la iglesia de San Lorenzo". Al parecer nunca habían salido del barrio, habían estado dando vueltas para despistar pero sin alejarse, ahora quedaba localizar la casa. La pista del sótano era crucial, no había muchas casas con sótano por la zona. Acompañados del juez comenzaron a llamar a las casas que tenían constancia que tuvieran una planta bajo la vivienda. Tras varios intentos llegaron a la plaza de la iglesia, allí andaban llamando a una de sus casas sin que nadie abriera pero al oír los golpes, una señora salió de la casa de al lado, "no se molesten en llamar, el dueño se ha marchado hace poco con sus maletas", no había duda, tenía que ser allí. Derribaron la puerta, bajaron las escaleras y allí estaba la pared, húmeda aún.
Esteban se puso manos a la obra, abrió un agujero en el muro para que entrara el aire, preguntaron, nadie respondía al otro lado, el juez metió el brazo, había alguien, estaba caliente, quizás no era demasiado tarde. El albañil siguió ensanchando el hueco, con cuidado de que no cayeran hacia el interior los fragmentos de ladrillo que iba rompiendo. Una vez abierto el espacio suficiente sacaron a la mujer, le quitaron la mordaza, la desataron, la mujer tenía los ojos cerrados, no respondía, pero respiraba, aún estaba viva, avisaron a un médico, habían conseguido salvarle la vida.
Una vez reanimada la mujer estuvieron interrogándola. Era la hija de un conocido confitero de Sevilla que, habiendo conocido a un hombre que había llegado de Cuba, enriquecido por plantaciones de caña de azucar en la isla, se casaron. Su marido era tan celoso que le prohibió salir y hablar con nadie y que en un ataque de celos decidió emparedarla y huir.
El juez había dado aviso y finalmente fue detenido en Cádiz cuando estaba a punto de embarcar hacia La Habana. Tras la investigación, el verdugo resultó no ser un rico hacendado sino un delincuente. Un chantajista especialista en robar a personas acaudaladas, a las que amenazaba con denunciarlas falsamente si no accedían a sus chantajes y le pagaban el dinero que les pedía.
Por suerte, a diferencia de la mayoría de relatos similares, la leyenda sevillana tiene final feliz. El delincuente sería juzgado y ejecutado y la señora fue salvada gracias a las campanas de la iglesia de San Lorenzo. Cuando paseen por ese precioso barrio sevillano ya saben, busquen su plaza, posiblemente una de las más sevillanas de la ciudad, allí se encuentra el Señor del Gran Poder, una de las grandes devociones de los vecinos de esta ciudad del Guadalquivir, y si escuchan la campana, recuerden lo que según la leyenda ocurrió aquí una fría noche de invierno de 1868.
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