Las santas Justa y Rufina: aproximación a su iconografía en Sevilla (1/2)

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Sin duda, uno de los monumentos españoles más célebres e interesantes de la Edad Media es la colegiata de San Isidoro de León. Los monarcas leoneses la edificaron y enriquecieron como iglesia palatina y como panteón dinástico y, en sintonía con el especial entusiasmo y veneración que despertaban las reliquias de los santos en el pleno Medievo, la dignificaron con los restos de San Isidoro de Sevilla, haciendo de ella meta de peregrinaciones y parada imprescindible en el Camino Francés que lleva hacia el sepulcro del apóstol Santiago en Compostela. No es cualquier santo el sevillano Isidoro: prelado hispalense en el siglo VI, además de su santidad lo adorna su prestigio intelectual, que hicieron que durante siglos haya sido considerado, como a mediados del siglo XVIII afirmaba el padre Flórez, “honra de las Españas y Doctor aplaudido por todas las Naciones”. La forma en la que el rey Fernando I de León se hizo con estas reliquias en 1063 es muy reveladora de cómo las relaciones entre los reinos cristianos del norte peninsular y Al Andalus habían cambiado en menos de cien años: del esplendor y pujanza del califato cordobés en el siglo X, que imponía su voluntad en la península, se había pasado a la fragmentación del territorio andalusí en reinos de taifas, lo que aprovecharon los monarcas cristianos para sus expediciones e incursiones hacia la España musulmana. Es así como el rey Fernando llega a la taifa de Sevilla –cuyo trono ocupaba Al Motamid, el rey poeta– y le exige no sólo el pago de impuestos sino la entrega de los restos de San Isidoro a una comitiva enviada a la ciudad, presidida por los obispos de León y de Astorga.

En cambio, que estos restos de San Isidoro se veneren en León y sean centro del magnífico templo leonés es el fruto de lo que se podría denominar como un providencial “plan B” gracias al cual el mencionado séquito no salió de vacío de Sevilla. En realidad, el objetivo de los prelados y del rey era obtener los restos de las Santas Justa y Rufina, quienes como mártires de los primeros siglos del cristianismo gozaban de una especial y prolongada devoción y además testimoniaban la temprana y arraigada presencia de la fe cristiana, anterior a la llegada de los musulmanes, lo que legitimaba la expansión territorial de los reinos cristianos hacia Al Andalus como “reconquista”. Pero a pesar de los rezos, vigilias y penitencias de los obispos, las santas fueron esquivas y no hubo manera de localizar sus reliquias. Y eso que la tradición afirmaba que otro prelado, Sabino, había recuperado piadosamente los cadáveres de Santa Justa y de Santa Rufina tras sus cruentos martirios, y que los había sepultado en el llamado Campo de los Mártires, donde recibirían veneración junto a los restos de otras víctimas de las persecuciones contra  los cristianos en el Bajo Imperio. Un Campo de los Mártires que luego recibiría el nombre de Prado de Santa Justa; precisamente el área en que ubica la flamante estación de ferrocarril que lleva el nombre de la santa y que se edificó con motivo de la Exposición Universal de 1992.

Aunque se trate de un relato que incluye algunos elementos legendarios, la historia de Justa y Rufina aporta las noticias más antiguas que existen sobre la presencia del cristianismo en la ciudad romana de Hispalis. Compuesta a finales del siglo VI o principios del siglo VII, la Passio sanctarum virginum Iuste e Rufine narra unos acontecimientos que habrían sucedido a finales del siglo III o principios del siglo IV, y que hasta el momento de su redacción se habrían trasmitido de forma oral en gran medida. Esta Passio es una de las que integran el Pasionario Hispánico, que reúne las historias de los primeros mártires hispanos; en este sentido, las santas sevillanas comparten un adelantado protagonismo devocional junto a otras figuras destacadas como Santa Eulalia de Mérida, Santa Leocadia de Toledo, San Vicente de Valencia, los Santos Ascisclo y Victoria de Córdoba o los Santos Justo y Pastor de Alcalá de Henares.

Cuenta la Passio que Justa y Rufina eran unas devotas hermanas cristianas, que habían consagrado su virginidad, y que se dedicaban a la venta de cerámica, destinando la mayor parte de sus ingresos a la caridad. Un día de mediados de julio, en plena celebración de las Adonías –la memoria de la muerte de Adonis y del dolor desconsolado de su amante Venus–pasó por delante del tenderete o comercio de las hermanas una procesión con la imagen de Salambó, es decir, la diosa del amor en su versión dolorosa, que también se identificaba con la Astarté fenicia, con culto tan arraigado en la provincia Baetica desde tiempos prerromanos –piénsese en el Bronce Carriazo, una de las piezas más destacada de la civilización tartésica, que guarda el tan importantísimo como poco valorado Museo Arqueologico de Sevilla– . La pagana comitiva solicitó de Justa y de Rufina un donativo para la divinidad, pero las hermanas argumentaron que estaban dispuestas a ayudar a quien padeciera escasez, pero no al falso ídolo manufacto que portaban en las andas y que nada tenía que ver con el único y verdadero Dios. Este desprecio de las hermanas provocó la alterada respuesta de las devotas –pues fundamentalmente eran mujeres– de Salambó, que arremetieron destrozando parte de los cacharros del tenderete. En respuesta, pero no como venganza por los desperfectos, sino por frenar el culto idolátrico, Justa y Rufina volcaron las andas y la diosa acabo destruida en el suelo, lo que les acarreó una denuncia tanto por profesar el cristianismo como por sacrilegio.

Siguiendo el relato hagiográfico, Justa y Rufina fueron arrestadas y puestas a disposición de Diogeniano, gobernador de Híspalis, quien las encarcela y condena a una larga lista de vejaciones y tormentos, entre ellos el potro, los garfios y una inhumana travesía descalzas por lo más agreste de Sierra Morena. Justa acaba muriendo en prisión y su cuerpo es arrojado a un pozo, mientras que Rufina es conducida al anfiteatro para ser decapitada, quemando allí mismo su cadáver. Como hemos señalado, Sabino, obispo de la comunidad cristiana hispalense, se encargará después diligente de rescatar los restos de las mártires y de sepultarlos cristianamente.

Hasta aquí los datos que proporciona la Passio, y que destacan por la ausencia de elementos sobrenaturales que sí aparecen en otras hagiografías, lo que la convierte en un relato bastante verosímil. La crítica posterior, no obstante, ha realizado observaciones de lo más interesantes con respecto a la historia de las santas sevillanas. Por ejemplo, se señala que los cultos en honor a Salambó incluían la plantación de los llamados “jardines de Adonis”, para los que se usaban macetas, lo que hace pensar que el donativo exigido a las santas pudieron ser tiestos para este rito. Un óbolo que por otra parte no era exigible, pues la libertad religiosa del Imperio romano –siempre  que fuera compatible con el culto imperial, lo que dejaba fuera de la legalidad al cristianismo– no legitimaba a las cofrades de la doliente Salambó para forzar las ofrendas a su diosa. Por otro lado, la extenuante travesía por Sierra Morena tendría relación con la romería que se celebraba el último día de las Adonías, y en las que las hermanas habrían sido forzadas a participar. Un rito religioso que, junto al de la procesión de la doliente Salambó, evoca poderosamente las que serían, siglos después, las más destacadas y características tradiciones religiosas no sólo de la ciudad de Sevilla, sino de toda Andalucía. Y también se ha visto un eco de las Adonías en el destino del cadáver de Justa, pues la escultura de Adonis era lanzada al agua, ya fuera de un pozo, de un río o del mar.

Este relato original se completaría con posterioridad con otros elementos. Por un lado, se afirmaría que el destino de Rufina en el anfiteatro habría sido entregarla a los leones para que la devoraran, pero que las fieras se habrían mostrado sumisas y dóciles frente a la indefensa santa, provocando que finalmente fuera decapitada. Por su parte, la venta de objetos de cerámica hizo asumir que Justa y Rufina eran ceramistas y de origen trianero, sin duda por la tradición alfarera del barrio. Quizá en época romana, cuando al parecer se ubicaba una villa o algún asentamiento de poca entidad en la actual Triana, se desarrollara en la zona una precoz actividad alfarera, destinada al almacenaje de los productos agroalimentarios obtenidos y aprovechando la abundancia de barros de aluvión. Un centro productor de ánforas, como las olearias –de aceite de oliva– que, acumuladas en Roma por la importación de los aceites de la Baetica, dieron lugar al monte Testaccio. Pero no es hasta la gran expansión de la Sevilla almohade cuando Triana se consolida como asentamiento urbano y desarrolla su vocación alfarera. Poco importa: las santas, que ya habían sido identificadas como ceramistas, no podían ser sino trianeras.

La memoria de Santa Justa y Rufina se celebra el 17 de julio –aunque en algunos lugares fuera de Sevilla se las recuerda el día 19–. Mediados del mes, coincidiendo con las Adonías, aquel rito pagano que desencadenó el proceso y martirio de las santas. Su festividad ya aparece reflejada en el calendario litúrgico inscrito en un pilar del patio de la iglesia prioral de Santa María de Carmona, de la segunda mitad del siglo VI. Otro testimonio temprano de su culto lo constituye el tesoro de Torredonjimeno, compuesto por varios fragmentos de cruces y coronas votivas visigodas que pertenecían a una iglesia dedicada a las Santas Justa y Rufina; aunque los expertos no se ponen de acuerdo a la hora de ubicar ese templo, pues se plantea la disyuntiva de que estuviera en las cercanías de la localidad jienense donde tuvo lugar el hallazgo o en una ciudad de más entidad, como la propia Sevilla, dada la entidad y riqueza de las piezas que lo integran. Igualmente consta su veneración en una basílica visigoda del siglo VII encontrada en 1800 en la localidad gaditana de Alcalá de los Gazules, en la que incluso se localizaron restos óseos que se interpretaron como las reliquias de las santas –junto a los que serían los huesos de los Santos Germán y Servando, patrones de Cádiz– y que aún hoy, ubicados en la parroquia de San Jorge de Alcalá, despiertan la duda sobre su identidad. La veneración de Santa Justa y Santa Rufina se mantuvo en las comunidades mozárabes de Al Andalus, dispersas con el fanatismo de almorávides y almohades, lo que incrementó la difusión de su culto en los reinos cristianos; este es el origen de la parroquia que existe en Toledo dedicada a las mártires sevillanas, y que fundaron los mozárabes llegados a la ciudad.

Con la restauración del cristianismo en Sevilla tras la conquista castellana se recupera igualmente en la ciudad el culto a las santas; así, el convento de los trinitarios, fundado en 1253, las adopta como titulares de su iglesia, al identificarse como la prisión de las santas unos espacios subterráneos allí existentes, y que incluían el pozo donde habría sido arrojado el cadáver de Santa Justa. Las santas alfareras pasaron a integrar, en un puesto destacado, la nómina de patronos y santos protectores de la ciudad –junto a San Leandro, San Isidoro, San Laureano, San Hermenegildo y, a partir de su canonización en 1671, San Fernando– y a ser invocadas en momentos de incertidumbre, como una epidemia en 1568, precisamente el año en el que la Giralda –el atributo más definitorio de Santa Justa y Santa Rufina– culminaba las obras del campanario renacentista que lo remata con la escultura-veleta del Triunfo de la Fe victoriosa, es decir, el popular Giraldillo. De esta forma, se convirtieron en un símbolo de Sevilla, como demuestra que el colegio universitario que agrupaba a los sevillanos en la universidad de Alcalá de Henares durante los siglos XVII y XVIII se pusiera bajo la advocación de las Santas Justa y Rufina.

Además de Sevilla, la  localidad conquense de Huete las tiene por patronas, porque en el día de su festividad cayó una providencial tormenta que permitió llenar los aljibes de su castillo, asediado en 1172 por los almohades, de forma que pudo resistir hasta la llegada de las tropas de Alfonso VIII. También en relación con los hechos de la conquista fueron nombradas patronas de la ciudad alicantina de Orihuela, que fue tomada por el infante Alfonso de Castilla –el futuro rey Sabio– un 17 de julio –no está claro si de 1242 o de 1243–, fiesta de las santas; en la víspera los cristianos vieron brillar dos luceros sobre la plaza militar, lo que entendieron como manifestación de que Santa Justa y Santa Rufina serían propicias en su conquista. En virtud de su patronazgo sobre los ceramistas, “les santes escudellers Justa i Rufina” se convirtieron también en patronas de la ciudad valenciana de Manises, de larga tradición alfarera. Y por este mismo motivo, en el barrio de San Millán de la ciudad de Úbeda –que es el barrio de los alfareros– figuraba históricamente una insignia con la Giralda –hoy con las propias santas– dentro del cortejo de la venerada Virgen de la Soledad, cuando sale en procesión en el domingo de la Ascensión. No se conoce el motivo, pero Santa Justa y Santa Rufina son también patronas de la localidad zaragozana de Maluenda, y titulares de su espléndida iglesia parroquial, obra mudéjar que preside un espléndido retablo gótico fechado en 1475 –obra de los pintores Domingo Ram y Juan Ríus– en el que se desarrolla uno de los ciclos más completos de la iconografía de las santas. No es extraña en cualquier caso la presencia de las Santas Justa y Rufina en Aragón, pues por ejemplo, desde al menos 1475 una de las capillas de la seo del Salvador de Zaragoza está bajo su advocación.

Además de las palmas, como atributos genéricos de los mártires, dos elementos definen la iconografía de las Santas Justa y Rufina: los cacharros de cerámica y la Giralda. Los primeros son una alusión inequívoca al oficio que se les atribuyó –recordemos que el texto de la Passio solamente señala que vendían piezas de barro, sin mencionar de forma explícita que las hicieran– y que las convirtió en patronas de los ceramistas. En cuanto a la Giralda, actúa como símbolo ineludible de Sevilla y de su Iglesia, identificando así a la ciudad de la que son patronas. Sostener en las manos, a la manera de una reducida maqueta con sus elementos urbanos más definitorios, la ciudad de la que son patronos, no es nada extraña en la iconografía de bastantes santos; y en este sentido debemos entender la representación de la Giralda, como imagen misma de Sevilla y objeto de la protección de sus patronas, en las manos de las Santas Justa y Rufina. Pero además, la presencia del campanario catedralicio alude a un milagro que se les atribuye: en un violento terremoto acaecido en 1504, las santas sujetaron la torre evitando que sufriera ningún daño. Esta es la versión más extendida y aceptada del prodigio, pero no podemos obviar el relato que recoge Ortíz de Zúñiga en sus Anales Eclesiásticos y Seculares de la ciudad de Sevilla (1677), y que afirma que fue una terrible y diabólica tempestad la que amenazó la integridad de la Giralda en 1396. Y decimos diabólica porque los sevillanos escucharon entre los truenos las voces de los demonios, que se jaleaban unos a otros mientras golpeaban la torre de la catedral, gritando “derribadla, derribadla”. Propósito en vano, pues las criaturas infernales desistieron, mientras clamaban frustrados: “No, no podemos, que la guardan estas Justilla, y Rufinilla”. Añade Ortíz de Zúñiga que las santas habrían protegido el campanario porque en sus cimientos estarían ocultos sus restos desde que los almohades enterraron allí, “por quitarlas a la veneración de los Christianos, la parte que de sus Reliquias perseueraua en esta Ciudad”[1]. De esta forma, la Giralda sería, aparte de la torre más bella del mundo, el monumento funerario de Santa Justa y Santa Rufina. Una tradición que se seguía afirmando a mediados del siglo XVIII, junto a la vocación protectora de las santas hacia la Giralda: así, cuando desde la Corte se pidió información a todas las poblaciones de España para evaluar los daños del virulento terremoto de Lisboa –acaecido el 1 de noviembre de 1755–, desde Sevilla se respondió: “Se vio con admiración moverse la fortísima torre con repetidos estremecimientos, capaces de desplomarla, si no la sostuvieran, como según inspira creer la piedad, las Santas y gloriosas Patronas Justa y Rufina siendo tradición que sus cimientos guardan el depósito precioso de sus sacras reliquias”[2].

Esta hermosa leyenda nos recuerda que ciertamente siempre fue enigmático el paradero de las reliquias de las patronas de Sevilla, quienes no se beneficiaron de tantas y tan afortunadas “invenciones” –tanto en el sentido de hallazgo providencial como de invento– de restos santos, como habían sucedido en el Medievo para satisfacer la piedad de la época; recordemos al respecto la frustrada expedición de los leoneses en 1063. Por ese motivo fue tan celebrada en 1602 la llegada de la cabeza de Santa Rufina y de un hueso de Santa Justa desde el arzobispado alemán de Colonia, a donde se afirmó que habrían llegado con la diáspora de reliquias e imágenes sagradas provocada por la llegada de los musulmanes, y que se depositaron en el convento hispalense de la Santísima Trinidad.

En cualquier caso, la inserción de la Giralda en la iconografía de Santa Justa y Santa Rufina convierte  a las representaciones de las mártires sevillanas en valiosísimos documentos sobre la evolución arquitectónica del antiguo minarete. Así, sus figuraciones más antiguas nos permiten ver el remate de la torre antes de la construcción del campanario renacentista de Hernán Ruiz II (1557-1565): una sencilla espadaña en el lugar del primitivo yamur islámico, derribado por un terremoto en 1356. Igualmente, en las pinturas de época barroca se aprecian tanto la pintura rojiza que ocultaba el ladrillo de la Giralda como el programa iconográfico con santos –entre ellos, las propias Justa y Rufina– y escenas evangélicas que realizó Luis de Vargas a mediados del siglo XVI y que cristianizaba por completo la fisonomía de la torre almohade. Evidentemente, este valor documental depende de la fidelidad del artista al original a la hora de representar la Giralda; una fidelidad que en ocasiones, fuera de la ciudad de Sevilla, se transforma –bien por desconocimiento de la torre sevillana o por aportar un colorido local– en la sustitución del campanario catedralicio hispalense por otro completamente distinto. Así sucede en las representaciones dieciochescas de Santa Justa y Rufina que encontramos en Manises, en las que una torre parecida al Miquelet valenciano ocupa el lugar de la Giralda –aunque por el contrario, las imágenes que se veneraban en la ciudad hasta su destrucción en la Guerra Civil sí incluían al campanario sevillano–, o en los encantadores bustos procesionales de la parroquia de Maluenda, que flanquean una torre barroca propia de la arquitectura aragonesa.

 

FIN DE LA PRIMERA PARTE

[1] Ortiz de Zúñiga (1677): 98.

[2] Informe remitido por el cabildo municipal de Sevilla al Consejo Supremo de Castilla y recogido en Martínez Solares (2001): 591-592.

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José Joaquín Quesada Quesada

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